Créanme si les digo que la ironía es necesaria según ante qué público o en qué foros nos encontremos.
La ironía es un medio por el que la inteligencia es capaz de entrever, de interpretar la realidad, lo que acontece, con cierta distancia. Una vía cada vez más necesaria, pues diariamente nos encontramos con una sociedad en la que la curiosidad, la inteligencia, se han sustituido por la convención y por conductas tan estereotipadas que rallan la torpeza cuando no en lo absurdo. El capítulo humano, sus relaciones, sus fracasos, sus intereses y compromisos, están basados en la mediocridad, que a algunos les basta para seguir la vida desde esa óptica de inmovilismo, de estancamiento, en la que nadie se destaque por encima de nadie. De eso trata la película “Un ciudadano ilustre”, comedia dramática argentina de 2016, dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, con guión de Andrés Duprat y protagonizada por Óscar Martínez.
La película se inicia con el discurso del protagonista ante la Academia Sueca, reyes incluidos, del premio Nobel argentino Daniel Mantovani, ya comienza así con la ironía, que denuncia la falta de rigor en un premio que no se le dio a Borges. Declara con desparpajo en su discurso que en la concesión de ese premio está incluida su inevitable decadencia como artista, un premio a la caducidad, que los miembros de la Academia aplauden, a pesar de lo irónico de la charla. Pocos años después, pasado un tiempo de esterilidad creativa, incluso de aislamiento, en el que rechaza homenajes en las grandes universidades y prestigiosos centros de la cultura, decide aceptar la invitación y viaja a su pequeño y entrañable pueblo de Salas, después de casi treinta años de ausencia, que le quiere conceder una medalla como ciudadano ilustre. A partir de ahí se suceden una serie de encuentros y los tics de una sociedad mediocre, anquilosada, donde todo parece estar medido, contrastado, pero que a la mínima tensión puede estallar. Todo se viene abajo, en el momento en que se rompen algunas de esas reglas basadas en la mediocridad y en la falta del ejercicio de la autocrítica. Con un humor inteligente que no enmascara el drama, la película ahonda en las carencias del sistema político y socia actual. Esta pequeña sociedad de un pueblo de la Argentina profunda posee todos los vicios de una cultura globalizada, universal, presentes en todas las ciudades, pueblos, capitales. Esta historia no es sino el fiel reflejo de posturas populistas que basadas en viejas normas, da igual el partido político que las sustente, son irremediablemente el resultado de una gran incultura, insuperable sin libertad para opinar, para formarse, para establecer el diálogo crítico sin miedo a perjudicar fueros, o cuestionar a la autoridad ya sea política o académica. El periplo del Nobel Daniel Mantovani, desde la llegada a suelo argentino, está plagado de situaciones y momentos delirantes. Aparecen antiguos amigos de la infancia y viejos amores, pero lo más importante es la relación del escritor con el alcalde, máximo responsable de la concesión de la medalla como ciudadano ilustre. Un político que está temiendo perder en las elecciones y trata, con este evento, de ganarse a sus electores. La serie de actos programados para homenajear al nobel evidencian la utilización banal del artista, obligándolo a integrarse en esa dinámica de aceptación de la mediocridad. Estas situaciones que ponen en compromiso al artista y lo impelen a revelarse, educadamente, lo que provoca en los habitantes del pueblo una especie de rechazo al personaje célebre, convirtiéndolo, a pesar de sus deseos de agradar, en una persona como todos; ha pasado de la absoluta admiración a ser despreciado. La concesión de la medalla, la instalación de un busto en el pueblo, y la participación como jurado en un premio de pintura local, dan al traste con todo el aparataje que el alcalde tenía preparado para este evento. Una salvación política del alcalde cae por el criterio del Nobel, persona inteligente que se niega a ese juego de vulgaridades en el que la política actual ha convertido la cultura. Todo ello mezclado con el encuentro de lo que había dejado atrás, que aparece poco a poco, como una sombra que se agranda hasta límites que llevan al protagonista cerca de la muerte. No se entienden sus reacciones, su apariencia se cuestiona, pues el pueblo conoce sus circunstancias vitales, sus padres, su antecedentes, sus amoríos… La gente del pueblo acuciada por un presidente de una asociación artística cuya obra pictórica es rechazada por el Nobel, vaya ejemplo de cultura de aficionados, es el detonante de esta reacción de odio o de incomprensión. El pintor aficionado, para más señas, doctor, se planta ante el Nobel mundial como un igual, más que eso, como superior, lo insulta, lo denigra, no le deja hablar, solo porque no ha votado su obra en el concurso local de pintura. ¡Pero qué se ha creído!
Una visión de las sombras de nuestra sociedad, donde apenas queda resquicio a la bondad, o al respeto por el sabio, al revés, el desprecio y la envidia gana adeptos entre todos hasta llegar casi al asesinato, a la expulsión del artista de la tranquila vida de una comunidad que nada le debe al Nobel nacido en el pequeño pueblo de Salas.